El magnífico castillo se erige en medio del bosque frío y amenazador. El atormentado protagonista emite un rugido desde su rostro animalístico. Y mientras la hermosa heroína (Emma Watson) mira todo con desconcierto, el reloj, el candelabro y la tetera le reafirman que todo va a estar bien.
Y es que Beauty and the Beast no solamente está por convertirse en otro descomunal éxito de taquilla para Disney, con sus consabidas extensiones millonarias en materia de juguetes, ropa, presencia en los parques temáticos y mercancía diversa. El filme también está cimentando el hecho de que no hay más limitantes en lo que a la conversión de clásicos animados en filmes “Live Action” se refiere.
Esta adaptación de los dibujos animados al contexto del mundo real ya había mostrado su efectividad a principios del año con The Jungle Book, donde el director Jon Favreau fabricó una portentosa visión de la selva asiática completamente a través de computadoras. Los avances del CGI quedaron patentes en una película donde nunca experimentamos distracciones en la historia por ese afán enfermizo de señalar cosas que “no lucen reales”.
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Incluso podemos remontarnos un poco más a Cinderella (2015), Maleficent (2014), y Alice in Wonderland (2010) como precedentes, aunque en el caso de la primera hemos visto ya incontables versiones, mientras que la segunda es una historia original vista desde el punto de la perspectiva de un personaje basado en la animación. El último ejemplo es un reflejo fiel de la imaginación de Tim Burton, que a su vez parte de los grabados que acompañaron a los textos originales del autor Lewis Carroll.
Pero el caso de Beauty and the Beast es distinto, pues la versión animada de 1991 le dio al mundo una historia “tan vieja como el tiempo” (como anunciaba su emblemático tema musical) que ha perdurado en la memoria colectiva gracias al logro de crear una “Bestia” empática, unos objetos cotidianos como personajes icónicos (en serio, un candelabro que habla con acento francés es una idea brillante) y un mundo mágico que enmarca la vulnerabilidad de la protagonista, pero que a la vez le permite desplegar su potencial dramático.
En esta película, que se estrenará en marzo de 2017, estamos viendo un retrato fiel de la película animada… pero fincado en la realidad. No es una reimaginación, ni una precuela o una “versión libre” a cargo de un autor con intenciones de interpretar algo a su manera. No, el director Bill Condon tiene a su cargo la narrativa de un producto probado, adorado por los fans y validado por la crítica. Básicamente está dirigiendo un cheque en blanco.
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Esos mundos eran inimaginables para la cinematografía hasta hace pocos años, y por ello eran también dominio de la animación tradicional. Pero la tecnología ha franqueado el paso a un mundo de propiedades intelectuales que esperan ver una versión “Live Action”. Por principio de cuentas Disney Studios debe estar frotándose las manos al mirar todo su catálogo y estudiar lo que puede hacer con él: Una Rapunzel cuya kilométrica cabellera es capaz de proezas espectaculares… The Lion King con bestias reales (bueno, hechas por computadoras, pero reales en apariencia)… ¿Y se imaginan las carretadas de dinero que ingresarán cuando encuentren a sus protagonistas femeninas de carne y hueso cuando tengan lista la nueva versión de Frozen? A este paso olvídense de comprar Netflix: Disney Studios va a comprar todo internet.
Las expectativas sólo irán en aumento: el teaser trailer de Beauty and the Beast supera las 15 millones de reproducciones en YouTube a un par de días de llegar a la red, y las reacciones son abrumadoramente positivas. Ahora falta ver si el producto cumple con las expectativas financieras, pero lo cierto es que quedan cuatro meses para que los estudios calienten los motores de la audiencia. No apuesten en su contra.
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