Pregunta retórica: Si Donald Trump emite una declaración que insulta a minorías raciales, a alguna religión o credo, a los homosexuales, a todo un género o a los estándares de convivencia social, y NADIE en los medios lo reporta… ¿realmente existió tal declaración?
Pensemos bien en la respuesta, pues no es tan fácil como aparenta ser. Hay que partir de la idea de que vivimos en un mundo constantemente conectado y comunicado. Pasar unos minutos sin echar miradas raudas al teléfono para checar alertas de noticias, actualizaciones en redes sociales o mensajes comunitarios se nos antoja impensable. Todo es noticia, aunque la vida del evento en sí dure poco en nuestros limitados lapsos de atención.
Ahora volvamos a preguntarnos algo: ¿Es acaso imposible responder a la primer pregunta si el escenario hipotético hace que la premisa misma sea imposible?
El fenómeno de Donald Trump como candidato político tiene más explicaciones que lógica para sustentarle, pero la gran verdad detrás de su meteórico ascenso (y muy probable descarrilamiento) es en realidad simple:
Trump es una creación de los medios.
Sí, biológicamente es hijo de Fred Trump y Mary Anne MacLeod, pero eso es irrelevante para fines de comprender su existencia. Sin los medios, Donald sería otro billonario más, casi anónimo en un mundo donde hay aproximadamente 1,810 personas que pueden presumir tres comas en los dígitos de sus cuentas bancarias.
Ah, pero el candidato republicano tiene algo que otros billonarios no poseen: Un ego del tamaño de un portaaviones y una habilidad sui generis para hacerlo crecer sin invertir dinero en él. Pues la inversión viene es cortesía, en mayor parte, del combinado TV / radio / prensa / internet / redes sociales.
“La verdad es que los medios necesitan a Trump como un adicto al crack necesita su dosis”, dijo Ann Curry a Nicholas Kristof, columnista del New York Times. La ex presentadora de Today afirmó que el surgimiento del magnate como candidato llegó en un momento ideal para que la televisión y la prensa pudieran aprovecharse de su capacidad innata para generar audiencia, a costa de poner al descubierto una ideología potencialmente peligrosa para la unidad nacional.
La actriz Rose McGowan fue un poco más allá en una carta abierta publicada en redes sociales. En vez de conformarse con señalar a los medios como responsables del surgimiento de Trump como candidato presidencial, les exigió asumieran dicha responsabilidad mediante un acto de contrición sin precedentes: dejar de prestarle atención a su campaña.
Ahora imaginemos ese escenario surreal, donde no hay reportes noticiosos sobre Trump. The Huffington Post tendría 25 notas menos en su página frontal. El Daily News de Nueva York habría usado otros 74 temas para sus portadas. Y los medios en general habrían dedicado casi 1.9 billones de dólares en publicidad gratuita a otros candidatos presidenciales, o a asuntos realmente importantes como el calentamiento global, la violencia policial hacia la comunidad afroamericana o el abanderado olímpico de Tonga con el torso cubierto de aceite. Ya saben, cosas sobre las que necesitamos saber más.
Pero no ocurre así. Desgraciadamente es casi imposible entablar una defensa seria de la cobertura ofrecida a un hombre que se ha empeñado en establecer una candidatura en base a discursos de odio, un lenguaje excluyente, a calumnias y a mentiras de toda índole. El gran problema es que los medios han provisto atención a todo lo que sale de la boca de Trump, pero muy pocas veces se han atrevido a contextualizar sus argumentos, una falta que ahora comienzan a admitir.
En retrospectiva: no se debía hablar de Trump como un “exitoso hombre de negocios” sin aclarar que la mayoría de los mismos ha terminado en bancarrota. No había que mencionar su plataforma de “apego a los valores familiares” sin resaltar sus múltiples y escandalosos divorcios. Y resulta absurdo (por no decir hipócrita) el obviar que un candidato que “dice las cosas como son” (sus palabras) requiere constantemente que sus voceros oficiales y defensores acérrimos afirmen que “sus palabras fueron malinterpretadas” cada vez que ofende a alguien. O sea, prácticamente a diario.
El proceder de Donald no es obra de la casualidad. Ha hecho una gran burla del proceso electoral explotando una cualidad de la cobertura mediática de forma casi obscena: la corrección política. ¿No sería lógico que se privara de un foro de expresión y se cancelara la difusión de noticias en torno a alguien que ataca a latinos, a musulmanes, a mujeres o a la comunidad LGBTQ?
Sí. Pero en el momento en que se mencionan los ratings, los clicks en internet o la venta de ejemplares, la lógica sale por la ventana.
A título personal siento algo de culpa por prestarle atención a Trump de esta forma. Siento que estoy siguiéndole el juego, por magra que sea mi aportación a sus impactos mediáticos totales. Cuando Seth Meyers aconsejó a Hillary Clinton y al resto de los Demócratas el ignorar por completo a su oponente por el resto de la contienda electoral, me pareció que debería haber extendido el consejo a los medios en general. Cada vez creo más esa teoría de conspiración que afirma que Donald en realidad NO desea ser presidente, y tan sólo ha empleado el foro público ofrecido por un Partido Republicano en crisis para reafirmar el único negocio en el que tiene éxito recurrente: Trump, La Marca Oficial.
Y por otro lado escucho sus ilógicas declaraciones y siento la obligación de tuitear al respecto. Miro sus diminutas manos o su bufonesca cabellera y creo un meme para burlarme de él. Analizo sus absurdas propuestas políticas y me río como si fueran parte del mejor stand-up desde que George Carlin dejó este mundo. ¿Por qué?
Quizá porque creo que tengo control sobre este monstruo, que hemos contribuido a crear, en mayor o menor medida. Eso sí que es preocupante.
© 2018 PMC. All rights reserved.