Dicen que nada viaja tan rápido como las malas noticias, y el domingo 28 de agosto descubrimos la verdad detrás de la aseveración. Las redes sociales comenzaron a desbocarse a media tarde con rumores del fallecimiento de uno de los cantautores más populares en el mundo de habla hispana. Unos minutos bastaron para que todo quedase confirmado: Juan Gabriel había muerto de un paro cardiaco en Santa Mónica, California, a los 66 años.
Al poco rato recibí un par de mensajes de editores en publicaciones donde colaboro, pidiéndome que escribiera algo al respecto (no presumo de ser un autor en demanda, acudieron a mi porque saben que estoy disponible los domingos). Decliné la oferta, con la pobre excusa de que no me considero un auténtico fan ni un conocedor de la obra del célebre “Divo de Juárez”. ¿Qué podría aportar a este momento, de profunda tristeza para auténticos seguidores, con mi mísero conocimiento sobre el artista e igualmente limitada pasión por su obra?
Pero después de leer algunos de los comentarios sobre Juan Gabriel que comenzaron a inundar las redes, algo me quedó claro: Yo estaba en la mejor posición objetiva para entender al músico a través del impacto que logró en su público. Una visión distante suele ser útil en momentos así, créanme.
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Empecé por lo más obvio: dirigirme a mis amigos y familiares más apasionados en torno a la figura del buen Juanga. Todos tenían historias sobre él, de encuentros casuales en la calle o planeados con la intensa anticipación que prometían sus hipnóticos y delirantes conciertos. Escuché anécdotas apócrifas, de esas que cuesta trabajo creer que sean verdad, pero que tendemos a creer de aquellos artistas que lograron cultivar la genialidad con la excentricidad en igual medida. ¿Rumores y especulaciones? De sobra, pues el Juan Gabriel del público y el Alberto Aguilera que le dio vida eran disímbolos en sus respectivas personalidades.
Pero en todas las historias encontré reverencia y amor, admiración y duelo, piedad y juglaría… y por encima de todo, añoranza. Quizá por una época que ya no existe, donde la radio hermanaba al público en un escaparate hegemónico, donde no recibíamos un alud de recomendaciones de artistas a través de Spotify, iTunes o Google. Añoranza de esos monstruos de la composición y la interpretación, dos palabras que tristemente riman con “extinción”. Lo leí y lo escuché varias veces: “Es que ya no los hacen como él”.
Su cuna humilde, la locura de su padre, la tristeza que derrotó el ánimo de su madre, el abandono en una casa hogar de la que terminó por escapar, la miseria en las calles de Ciudad Juárez, la esperanza de salir adelante mediante la música, tocar fondo en una cárcel… y de ahí renacer, con una contundencia que dejó un legado de récords de ventas, melodías trascendentes, letras que hablaban de lo prohibido bajo un manto de aceptación. Su vida lanzó múltiples carreras, se levantó de las cenizas en más de una ocasión, sorteó escándalos y calló a los escépticos, quienes clamaron su muerte artística sin darse cuenta de que el artista ya era legendario. Tampoco se escriben historias como la suya hoy en día, seamos honestos.
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Sin embargo, lo que más me ha cautivado de la leyenda que hoy comenzó a escribir su capítulo más resonante, es la gran verdad detrás del mito: Juan Gabriel fue el gran democratizador de México. De ese México de machos bragados y homófobos irredentos, de ese México donde se condenan tantos pecados triviales y se dejan pasar tantas injusticias, de ese México que se contradice en cuatro palabras y se reivindica en cinco. Del México donde sus mensajes lo mismo resonaban con la madre soltera que con el capitán de empresas, con el tendero de la esquina y con la tía solterona. Para todos ellos, en todos sus estados de ánimo, en todas las ocasiones… había una canción ideal, a la medida. Se dice fácil, ¿eh?
Ahí, sin temor a equivocarme, Juanga fue la voz cantante que hizo callar a la intolerancia. Fue el que nos vio a todos como iguales cuando nos empeñábamos en verle diferente. Fue el que hizo llorar e hizo bailar en un par de compases a todo un Palacio de Bellas Artes durante un concierto donde fungió como monarca benévolo de su propia, gran nación. Ataviado con atuendos que Liberace hubiera considerado excesivos y con un dominio del público que enorgullecería a Freddie Mercury, Juan Gabriel nos brindó siempre un absoluto desdén por el “qué dirán”. Procuró expresar sus sentimientos con la sencillez necesaria para que le comprendieran los más humildes, pero sus significados fueron tan profundos como las aguas colmadas de lágrimas de ese Acapulco que le trajo sus recuerdos más tristes.
Una de las personas que me hablaron con más vehemencia de él me contó que al saberse la muerte del ídolo, ella recibió una llamada de una amiga con quien se había peleado a muerte hacía más de veinte años. “Así de grande era el poder del Divo de Juárez”, me confesó en una voz que delataba horas de sollozos, encerrando también una reconciliación con una amistad que parecía perdida. Así de grande, sin duda.
Existe una palabra en portugués y en gallego que define un estado de nostalgia y melancolía más allá de lo descriptible: Saudade. El término suena casi a suspiro, expresando una combinación por el dolor de lo que se ha ido y la felicidad que nos brindó cuando aún estaba a nuestro alcance. La mayoría de México siente saudade por ti el día de hoy, Juan Gabriel. Siempre fuiste el gran sobreviviente, el hombre que se sobrepuso a todo: tragedia, abandono, prejuicio, desilusión, pérdida, intolerancia… y siempre lo hiciste con una canción inolvidable a flor de labios.
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Ayer dejaste de sobrevivir: te quedaste aquí para siempre. Buen viaje, Divo de Juárez.
Con agradecimiento especial a Isabel C. García, Beto Rojas, Miri Henckel, Paula Herrera y Aitor R. Allonca. Gracias por invitarme a su lugar de ambiente, donde todo es diferente.
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