No, nos es el fin de la civilización como la conocemos. Esas hordas de personas que miran absortas las pantallas de sus teléfonos, aparentemente desconectados de lo que sucede a su alrededor, no son una masa anónima de zombis, ni un culto fanático sojuzgado bajo la voluntad de una inteligencia superior. ¡Tan sólo están jugando Pokémon GO!
Y no, no hay nada de malo en ello, pese a que muchas visiones extremas en las redes sociales estén manifestando su repudio ante este fenómeno, clamando que los jóvenes de hoy “deberían estar pateando un balón o plantando un árbol” en vez de estar a la caza de pequeños monstruos virtuales por todas partes. Este punto de vista generalmente viene de seres que no han pateado un balón desde la escuela primaria y no podrían plantar un árbol sin ver un tutorial de YouTube al respecto, pero su mera existencia confirma el estatus del popular juego móvil como un acontecimiento que sacude y polariza a la sociedad.
Del lado de los apologistas también encontraremos puntos de vista apasionados, comenzando por quienes creen que esta aplicación es la punta de la lanza en el mundo de la “realidad aumentada”: una visión mixta de un entorno real con elementos virtuales, integrados tecnológicamente. Pokémon GO hace uso de la cámara del teléfono para convertir el mundo en un escenario donde se lleva a cabo un curioso pasatiempo que combina nuestra pasión por coleccionar con los enfrentamientos y la estrategia de combate lúdico.
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O, al menos, eso es lo que muchos decimos para justificar nuestra pasión por esta locura colectiva. Lo cierto es que el juego logró en un abrir y cerrar de ojos un posicionamiento fuera de serie en nuestros hábitos de consumo tecnológico. Es la aplicación más descargada tanto en el App Store como en Android. Tiene más usuarios activos que Tinder o Twitter, y la gente invierte más tiempo en él que en Facebook, algo que cuesta trabajo procesar en cuanto recordamos todas esas invitaciones de nuestros contactos para que juguemos Candy Crush… ¿Cómo llegamos a esto?
La combinación de factores para que Pokémon GO lograra este éxito no es tan complicada: por principio, se parte de una franquicia que existe desde la década de los 90 y que fincó en niños y adolescentes una fascinación que se extiende a la época actual, en la que los usuarios ya son adultos. Después se aplica una mecánica de juego sencilla (capturar múltiples variedades de Pokémon que después se ponen a combatir con los de otros usuarios) y se monta en un dispositivo móvil, aprovechando los recursos de geolocalización e intercomunicación de la actual generación de smart phones. Y por último, se le confiere un carácter social haciendo que las personas colaboren en la búsqueda de especímenes por todos lados.
Cualquier descripción que pueda hacer del juego es, sin embargo, limitada. Su aceptación a gran escala viene de una experiencia grata para el usuario que le invierte el tiempo y la dedicación proporcional a la recompensa: si uno se esmera en jugar, los Pokémon que uno puede encontrar son más raros y más poderosos que los que obtendrá quien aborde al juego como un simple diletante. Hay algo reconfortante en saber que el trabajo duro rinde frutos, como creo que dijo Melania Trump.
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Y los extremos en ese punto comienzan a manifestarse: videos en redes que muestran a muchedumbres congregadas en espacios públicos con la misión de atrapar a un Vaporeon que sólo se manifiesta en la madrugada. Jugadores que se topan con cadáveres (¡reales!) mientras caminan por áreas recónditas en pos de un Sandshrew. Y foros en línea donde se especula sobre las posibles locaciones de Pokémon legendarios como Mewtwo, Zapdos o Ditto.
Lo que irrita a los detractores del juego es, en gran medida, la falta de pertenencia que de pronto hallan en sus entornos sociales al no estar inmersos en el fenómeno mismo. Esto ocurre desde las épocas en las que los Tamagotchi irritaban nuestros nervios exigiendo comida, agua o diversión a través de pequeños llaveros digitales. O vayamos más atrás, cuando el no saber resolver un cubo de Rubik era motivo de miradas de conmiseración por parte de nuestros amigos y familiares más listillos. Y claro, no hay que olvidar que hubo un tiempo en el que la diversión del momento era atiborrar gente en una cabina telefónica, girar un aro Hula con movimientos certeros de la cintura o recolectar Beanie Babies. Quienes no formaban parte de esas modas hacían lo único que les parecía lógico: condenar a quienes sí estaban “en onda”.
Vivimos un momento curioso para evaluar el fenómeno de Pokémon GO. Los analistas comerciales discuten sobre la durabilidad de su impacto, donde algunos vaticinan que el interés morirá antes de que llegue la Navidad de este mismo año, mientras que otros entretienen la idea de que el juego podría convertirse en una especie de “sub-red social propietaria” capaz de atraer la atención de múltiples negocios y servicios a través de la aplicación. Hey, si yo tuviera un restaurante o una tienda necesitada de visitantes se me ocurren ideas más descabelladas que publicitar el establecimiento como un PokéStop particularmente fructífero.
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En lo personal, no sé cuánto más pueda crecer el fenómeno de Pokémon GO y su potencial para seguir generando interés a largo plazo. He vivido los auges de Pac-Man, Mario Bros y Angry Birds, y en todos estos casos la burbuja de atención termina por reventar, para ceder el paso al próximo nuevo “evento social”. Creo que sí somos testigos de una interesante integración entre el entretenimiento, la convivencia colectiva y la percepción del mundo real a través de una óptica de innovación tecnológica. O quizá todo es un bienvenido distractor que nos remite a un poco de nostalgia por la niñez, particularmente en esta triste realidad cotidiana de atentados terroristas, tensión racial, polarización electoral y la posibilidad de un nuevo disco de Madonna. En fin, quizá la respuesta me venga a la mente después de darle de comer a mis Sea-Monkeys…
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