Alguna vez estaba conversando en redes sociales con una amiga que me preguntaba por mi banda favorita, The Smiths. Le hablé sobre mis discos y temas preferidos y sobre la epopeya que fue para mi el conseguir la discografía completa en mis épocas estudiantiles. No habíamos concluido la charla cuando me informó, de manera muy casual, que ya había obtenido un “torrent” que le permitió bajar de la red todas y cada una de las canciones grabadas por el grupo a lo largo de su historia.
Esto me irritó un poco, por el simple hecho de que lo que a mi me tomó tanto dinero, tiempo y viajes frecuentes a mis tiendas de música preferidas, para ella sólo significó el conectarse a un sitio web que le permitió hacerse de los archivos digitales con las obras completas del cuarteto de Manchester. En fin, al menos logré sumar una fan más a mi admirados Smiths, ¿cierto?
No del todo. Semanas después le pregunté a mi amiga qué le había parecido el grupo, y ella se limitó a encogerse de hombros con algo de indiferencia añadiendo que los había escuchado una vez, pero que ahora estaba dándole oportunidad a The Cure, a ver si le gustaban más.
Esta analogía resume un poco nuestra actitud moderna hacia la cultura de “todo disponible, todo de inmediato”: obtenemos el satisfactor deseado de la forma más sencilla y cómoda, pero sacrificamos algo del disfrute pues nos saltamos una importante fase en la que deseamos y anticipamos lo que sea que queramos consumir.
Mi análisis de lo anterior viene al tema pues he analizado muchos de los pros y los contras del binge-watching, ese curioso fenómeno donde consumimos de manera inmediata y maratónica series completas de televisión, o sagas de películas, o incluso obras musicales y podcasts (¿binge-listening?), con un mínimo de pausas en el proceso y generalmente como una forma de integrarnos a la conversación social sobre alguna manifestación mediática.
Así pues, la idea de reunirnos en torno a la pantalla en un día y hora determinados ha comenzado a tornarse en una reliquia, en una práctica destinada al olvido. Oh, claro que algunas de las series más exitosas siguen apegadas al modelo tradicional de consumo mediático. Game of Thrones continúa siendo un evento comunal que ocurre en ese sagrado espacio donde todos nos sobresaltamos, sufrimos y nos emocionamos al unísono (de acuerdo, menos en la costa oeste). The Walking Dead sigue generando la anticipación rumbo a cada nueva temporada, sobre todo ahora que hay tanta especulación sobre quién se comió una ensalada de batazos al cerebro durante el final de la temporada más reciente. Son tradiciones difíciles de romper, pues.
Sin embargo, contando con Netflix como el nuevo paradigma sobre hábitos de audiencia, y sumándole la mecánica de plataformas como Apple TV, Hulu y otros sistemas “on demand”, es sensato aseverar que el modelo se orienta cada vez más hacia la práctica de poner todo a disposición del usuario, quien a su vez decide cómo y cuándo desea disfrutar de esa platón desbordante de entretenimiento.
En un principio yo no tenía nada contra el modelo del binge-watching. El poder que sentí al recetarme una sobredosis de House of Cards durante esa temporada de estreno fue indescriptible en su momento, y he podido repetir la sensación en diversas ocasiones. Pero también he notado que esos maratones de series tienen efectos adversos.
Por principio de cuentas, y sin importar qué tanta atención creas prestarle a la serie en turno, siempre habrán múltiples detalles que se pierden en el proceso del binge-watch. Las líneas argumentales no pueden ser analizadas o digeridas al término de cada episodio, pues siempre hay otro en sucesión que termina robando tiempo al escrutinio fino. Personajes, lugares, eventos significativos, todos ellos tienden a confundirse e incluso a pasarse por alto cuando no hay un periodo de reposo entre entrega y entrega.
Debido a lo anterior, tampoco hay una “segunda vista” al episodio en turno, ya sea en forma de ver el programa completo de nueva cuenta o adentrándonos al adictivo universo de las reseñas espontáneas en internet. ¿Cómo procesar, digamos, un capítulo medular de Game of Thrones como fue ‘Battle of the Bastards’ si antes de ver por segunda vez la gran batalla entre Jon Snow y Ramsay Bolton nos postramos ante los explosivos eventos del siguiente episodio, que marcó el final de temporada? Parte del encanto de muchas series consiste en fijarnos en detalles que pasamos por alto debido a la emoción de un episodio nuevo.
La falta de elementos a comentar socialmente también debe tomarse en cuenta. Si eres el único enajenado que se sentó a ver la temporada entera de Mr. Robot de un tirón durante el fin de semana, no esperes que tus compañeros de oficina hagan eco a tus observaciones agudas y comentarios hilarantes: ellos quizá salieron a pasear a sus perros, a podar el jardín o a saciarse de sol en alguna playa, así que encontrar un alma afín que decidió solidarizarse con tu elección de programa de TV y la consumió a tu mismo ritmo te va a ser casi imposible.
¿Quieres uno más? Fácil: no siempre es bueno aprovecharnos de esta cultura donde todo lo que queremos está a nuestro alcance, todo el tiempo. Imagínate ir a un restaurante, ver que hay ocho de tus platillos favoritos en el menú y ordenarlos todos de una vez. Además de la congestión estomacal y los estragos a tu economía, dudo mucho que obtendrías gran satisfacción de este festín exagerado.
Por supuesto que buscarás argumentos a favor del binge-watching: Comodidad. Eludir spoilers. Aprovechamiento pleno de tus ratos libres. En fin, seguro hay más, y no pretendo que cambies tus hábitos. Sólo te pido que consideres la alternativa de dejar reposar cada episodio como una botella de vino recién abierta, o un magnífico steak que acaba de salir del asador. Mucho del disfrute sensorial estriba en darle espacio y tiempo a cada experiencia. Porque ahora que pienso en mi amiga y The Smiths, ¿cómo sobrevivió a escuchar tanta miseria y melancolía, así de golpe?
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