El domingo 17 de mayo llega a su final una de las series más aplaudidas, reconocidas e influyentes en la historia reciente de la televisión: Mad Men. Para muestra un botón: fue la primera serie producida por un canal de cable (AMC) que fue nominada al Emmy como Mejor Serie Dramática, premio que obtuvo, además, durante cuatro años consecutivos. Como consecuencia de ello, decenas de artículos se han escrito en las últimas semanas acerca de esta creación de Matthew Weiner que convirtió en estrellas a Jon Hamm, January Jones, Christina Hendricks y Elisabeth Moss, o que impactó a la cultura popular de tal manera que propició un fuerte reavivamiento en el interés por la década de los años 60.

Obras de Broadway como Promises, promises o How to succeed in business without really trying; series de corta duración como The Playboy Club o Pan Am; una nueva visión de la moda masculina de los 60, de los cuerpos voluptuosos en las mujeres o hasta la declaración de Barack Obama de que “es tiempo de terminar con políticas de trabajo que pertenecen a un episodio de Mad Men”, en relación con la inequidad en las oportunidades de trabajo para las mujeres, son sólo parte de la influencia dejada por la creación de Matthew Weiner y que, a decir de la crítica especializada y los millones de fans que tiene alrededor del mundo, han hecho de Mad Men una de las mejores series en la historia moderna de la televisión.

Si bien se le ha querido comparar con series ahora legendarias como The Sopranos o Breaking Bad, la realidad es que Mad Men es muy diferente de ellas gracias a un sencillo hecho: su protagonista, Don Draper (un inigualable Jon Hamm, al que inexplicablemente se le ha negado el Emmy como actor), no es un antihéroe en el sentido de un Tony Soprano o un Walter White. No es un hombre bueno que terminó convertido al Lado Oscuro motivado por las circunstancias o su entorno. No. Don Draper es un hombre cuya vida no está representada en blanco y negro, sino en una riquísima gama de grises que le dan un valor adicional. Tampoco es un personaje en el estilo de Jack Shephard, Kate Austen o James Sawyer, de Lost, cuyo pasado era demasiado oscuro y complicado.

Si bien Don Draper/Dick Whitman sufrió durante abusos durante su niñez y adolescencia, su versión adulta es una reinvención de sí mismo. Es Dick Whitman en busca del american dream, viviendo la parte más llamativa del american way of life: una rubia esposa que parece muñeca y se dedica a su casa e hijos (la inescrutable Betty, sólidamente interpretada por January Jones); una bonita y espaciosa casa en los suburbios neoyorquinos; gran éxito como publicista y una apariencia física que le envidiaría el mismísimo James Bond.

Pero para Draper, su felicidad personal es inversamente proporcional a su éxito profesional. Y así se refleja desde los créditos de la serie, en el que su mundo perfecto, su oficina, se desmorona para ir cayendo a un vacío que, en el fondo, va reflejando los elementos de su perdición: piernas femeninas, el abuso del licor (irónicamente presentado con el anuncio de “Disfruta lo mejor que EU tiene que ofrecer”), la falla de su matrimonio (otro anuncio, en el fondo, indica que es “el regalo que nunca falla”) y su fracaso como padre (el fondo muestra a una familia con dos hijos, a la cual pasa a toda velocidad).

Y es que más allá de si Mad Men es visualmente extraordinaria (su recreación de la década que va de 1960 a principios de los años 70 es exquisita en el detalle del diseño de producción, del vestuario y de la música, amén de su estilo completamente cinematográfico), su historia está ubicada en la que quizá sea la década más significativa e importante para el mundo occidental en el último medio siglo. No en balde presenta hechos históricos como la elección de John F. Kennedy como presidente de EU (y su posterior asesinato); la Crisis de los Misiles en Cuba; el discurso de “I have a dream” de Martin Luther King y el asesinato de éste; la lucha por los derechos de la minorías; la muerte de Marilyn Monroe; los primeros intentos de liberación femenina; la visita de Los Beatles a EU; la contracultura de finales de la década y hasta la llegada del hombre a la Luna.

Pero los presenta con un impacto en la vida de los personajes que varía de acuerdo a la importancia que cada uno le dé, igual que ocurre en la vida real. Para unos puede haber sido de gran impacto el alunizaje de Neil Armstrong (el “¡Bravo!” de Bert Cooper es inolvidable), la muerte de Monroe o el asesinato de JFK, y para otros (Don incluido), son meros sucesos cuyo efecto e impacto se olvidarán con el paso del tiempo.

Y esto me lleva a la parte más importante de Mad Men: es una historia acerca de la vida misma. Es una serie que deconstruye poco a poco las emociones de sus inolvidables personajes y que la hace actual en muchos sentidos a pesar de reflejar una época ya ida, pero cuya importancia –y en mayor o menor medida sus defectos- continúan vigentes. Y aquí no me refiero al abuso del cigarro o del licor, sino a algo más profundo que demuestra cómo la humanidad ha cambiado mucho de forma, pero no de fondo: el sexismo, la misoginia, el chauvinismo, el racismo y un largo etcétera. Asuntos que parecieran superados pero que se siguen dando en cualquier centro de trabajo, como la discriminación hacia las mujeres, la manera de arreglar negocios y bloquear a quien representa una competencia, las relaciones extramaritales, la maternidad adolescente/juvenil, la falta de oportunidades…

Los personajes de Mad Men, finalmente, representan el universo en el que vivimos: Don Draper es el hombre exitoso en los negocios y las mujeres, el galán conquistador por excelencia que aparentemente lo tiene todo, pero que en el fondo vive avergonzado de su pasado, siempre en búsqueda del amor maternal que le faltó durante toda su vida. Por eso su proclividad a acostarse con cuanta mujer se le cruce en el camino, a ocultar su dolor a través de la bebida y la vida social.

Cada mujer en su vida, así se trate de Betty (Jones), su fría y hasta cierto punto inútil primera esposa; de uno de sus grandes amores, Rachel Menken (Maggie Siff); de su segunda esposa, Megan (Jessica Paré), con quien aparentemente vivió la etapa más estable emocionalmente de su vida; de Anna Draper (Melinda Page Hamilton), la mujer que quizá sea quien mejor lo conoce, con todo y su secreto; o Peggy Olson (una extraordinaria Elisabeth Moss), la única con quien no se involucró sexualmente y con quien tiene una amistad a prueba de balas en la que ambos se retan y se complementan (como se muestra en el episodio titulado The Suitcase, de la cuarta temporada, una de las mejores piezas de televisión jamás realizadas), representa esa búsqueda del amor maternal que le hizo falta de niño. Y en el sentido opuesto trata de compensarlo con la relación que tiene con su hija Sally (Kiernan Shipka), quizá la única mujer que en realidad le importa.

Del lado masculino, Pete Campbell (Vincent Kartheiser) es el clásico trepador ambicioso que utiliza a su mujer como simple adorno y medio para conseguir lo que quiere, mientras que Roger Sterling (un insuperable John Slattery) es el mujeriego por excelencia, dueño de una empresa no por mérito propio, sino por herencia. Su éxito no le ha costado trabajo, y a pesar de su salud no deja de lado su vida licenciosa y de excesos. Ambos, junto con personajes igualmente ambiciosos y sexistas como Ken (Aaron Stanton) o Harry (Rich Sommer), se encuentran no sólo en los años 60, sino actualmente y en todos lados.

Del otro lado del espectro, en la parte femenina, Mad Men tiene uno de sus puntos más fuertes y mejor desarrollados, principalmente con la historia y evolución de dos de sus personajes: Peggy Olson y Joan Harris (la inigualable Christina Hendricks). Ambas sólidas luchadoras y pioneras de la igualdad y equidad hacia las mujeres en el ámbito laboral.

Por un lado, la evolución de Peggy es quizá la más interesante: de ser una joven e ingenua secretaria que se enreda con uno de sus compañeros de trabajo (Pete, que dio como resultado su embarazo), pasó a ser una mujer cuyo talento –y no su físico- la ha llevado a ser una de las mejores publicistas de su época. A pesar de haber sido madre joven y haber dado a su bebé en adopción (hecho recurrente en Estados Unidos), Peggy superó sus errores y se convirtió en un icono del feminismo. De manera similar ocurre con Joan, quien a pesar de tener en contra su voluptuosa figura (lo que la lleva a ser considerada como un objeto sexual la mayoría de las ocasiones), crece y aprende de sus errores, pero siempre manteniendo la frente (y en buena medida su dignidad), en alto.

¿Cuál será el final de Don Draper? Eso solamente lo sabe Matthew Weiner y el elenco de la serie. Teorías hay muchas, desde que terminará suicidándose hasta que se reinventará por segunda ocasión (ahora como D.B. Cooper, el enigmático hombre que secuestro un avión en 1971 y del cual huyó con un gran botín sin dejar rastro) o simplemente madurará y continuará su vida tras haber aprendido sus lecciones.

Pero lo que es un hecho es que Mad Men es una muestra clara de cómo una historia acerca de lo que significa ser humano, sin mayor violencia gráfica y sin personajes estereotipados, es capaz de ser un éxito, generar interés y dejar enseñanzas. A final de cuentas, Don Draper y la vida de todos en Sterling Cooper es un espejo de lo que somos como sociedad, lo que convierte a Mad Men en un deleite que quedará para la posteridad en la historia de la televisión y a la que se le extrañará profundamente.

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