La diferencia solía ser clara y sencilla: el cine era arte (el séptimo entre los mismos, según el cliché), mientras que la televisión era ruido de fondo. Ir al cine se consideraba, por consiguiente, como una ocasión especial que obligaba a la planeación, a llegar a la sala con unas expectativas claras respecto a lo que íbamos a ver. ¿La TV? “Vamos a ver qué están pasando”, solía ser la frase pronunciada por quien tuviera poder sobre el control remoto.
Obviamente los tiempos cambian, y en pocos aspectos podemos notar una revolución tan pronunciada como en la oferta mediática de estos dos géneros que competían por atención y preferencia en terrenos que nos parecían muy dispares. Recuerdo un popular lema comercial de mi adolescencia que pregonaba: “El cine se ve mejor en el cine”, donde se enfatizaba la experiencia de acudir a las salas para ver proyecciones a gran escala, con sonido envolvente y una cubeta llena de palomitas de maíz recién hechas.
Pero el hogar pronto logró competir con los complejos cinematográficos gracias a dicha tecnología. La era del entretenimiento casero nos trajo enormes pantallas planas de nitidez inverosímil, sistemas de sonido capaces de cimbrar la casa hasta los cimientos y… palomitas de microondas. Sí, acudir al cine seguía teniendo cierto encanto, pero ¿realmente podíamos desdeñar tanta conveniencia?
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Así como esta escalada tecnológica borró gran parte de las diferencias entre medios, ahora enfrentamos una generalización aún mayor de lo que percibimos a través de una pantalla. ¿Se puede seguir hablando de cine y TV como los dos grandes medios, particularmente cuando empresas como Netflix reciben valuaciones de 50 billones USD y contamos con un porcentaje cada vez mayor que consume contenidos audiovisuales a través de una tableta o de un teléfono?
Y más aún, ¿cómo le llamamos a este nuevo medio?
Partamos de la premisa de que los mismos proveedores de contenido están haciendo a un lado las diferencias entre plataformas. Tomemos el ejemplo de HBO. Sí, la empresa que popularizó el eslogan “No es TV… es HBO”. Ellos nos presentan producciones serializadas que, para efectos prácticos, tienen todas las características de manufactura y narrativa presentes en el cine. En el caso de su reciente serie The Night Of reclutaron el talento creativo del ganador del Oscar Steve Zaillian para desarrollar un producto que se siente como una película, aunque esté subdividida.
De igual manera podríamos estudiar el fenómeno de las franquicias cinematográficas como serializaciones en el molde de lo que la televisión solía ofrecer: un maratón de Star Wars, Harry Potter o Paranormal Activity puede sentirse tan cercano al binge watching de series como Stranger Things, Mr. Robot o Penny Dreadful, pues tanto las estructuras narrativas encapsuladas como la idea de contar una larga historia en cómodas instalaciones solía ser dominio de la “pantalla chica”.
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Sumemos a estos casos los de películas que terminan por convertirse en series televisivas. The Exorcist, Hannibal, Buffy The Vampire Slayer, Fargo, Friday Night Lights… todas estas producciones nacieron de productos fílmicos, pero han descubierto un nicho que expande drásticamente el enfoque de sus historias originales y contribuye bilateralmente a la credibilidad creativa. Lo que es más, contar con recursos visuales y una base de audiencia probada les ha ayudado a cosechar ese ansiado logro: reconocimiento por parte de la crítica y un vínculo sólido con el público.
Michael Douglas, un vestigio viviente de la llamada “realeza de Hollywood”, mencionó casualmente durante una entrevista reciente que le intriga más volver la mirada hacia la TV que hacia el cine, pues las limitantes del medio televisivo han ido desapareciendo y hoy se toman más riesgos ahí que en los filmes. Tiene razón: la producción fílmica se apoya mayoritariamente en reciclar fórmulas efectivas y cada vez surgen menos talentos subversivos y propositivos en su entorno.
¿Y podemos seguir separando con claridad a los actores de TV y de cine? Bryan Cranston navega tranquilamente en ambas aguas, recibiendo premios en los dos frentes. Lo mismo podríamos afirmar de talentos como Judd Apatow, Kevin Spacey, J.J. Abrams o Josh Whedon. Benedict Cumberbatch genera audiencia como Sherlock Holmes para la BBC, como Doctor Strange para Marvel Studios y como Hamlet en escenarios teatrales, ¿quién le va a decir que cualquiera de esos proyectos requiere mayor reconocimiento o es digno de mayor audiencia?
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Queda claro que cada vez veremos más producciones enfocadas a hacer desaparecer la categoría donde antes se les encasillaba sin pensarlo dos veces. ESPN Films recién estrenó en salas cinematográficas su documental O.J. Simpson: Made in America, con la idea de que pueda contender en la próxima entrega del Oscar. El hecho de que este proyecto de casi ocho horas de duración también haya aparecido en la cadena sólo confirma que no debemos restringir el contenido a algo tan vano como el medio por el que se consume.
Las actuales generaciones entenderán el contenido digital “On Demand” como un nuevo estándar genérico, que lo mismo se consumirá en una gran sala con proyección digital como en la pequeña pantalla de un teléfono. Quizá ese nuevo medio unitario no deba ser entendido como “cine en TV”, o “TV en el cine”, o alguna otra aberrante definición. Propongo que le llamemos simplemente “pantalla”. Ese término no es restrictivo, pero sí describe la forma final en la que apreciamos el producto. Si no les gusta llamarle así estoy dispuesto a escuchar otras ideas, pero de momento reconciliémonos con la realidad: el cine y la TV de antaño llevan un rato de ser un solo medio, para fines prácticos.
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