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No falla: cada vez que llega una nueva serie de televisión, una película o incluso un álbum que remite a la década de los 80’s, los comentarios de parte del público giran en torno a que “está muy bien ambientada”, o a que “es muy fiel a la época”, o que el autor “seguro se basó en sus propias experiencias durante esa etapa de su vida, se nota en los detalles”.

Y ahí suele quedar el comentario, pues hablamos de una etapa sociocultural que genera sentimientos felices en la mayoría de quienes representan la audiencia, hecho que suele eximir un juicio artístico más profundo. Están los que tuvieron vivencias de memorias claras durante esos años, y también quienes desearían haber vivido en dicha época.

Perdón que me meta con sus recuerdos, pero… ¿fue realmente tan maravilloso el mundo ochentero?

Don Draper tenía razón cuando quería solidificar una campaña en Mad Men: la nostalgia es complicada, pero ciertamente es una poderosa herramienta para vender. Y también es cierto que hay una o dos décadas de separación entre “nostalgias”. Así es como en los noventas comenzó la nostalgia setentera, y al principio del siglo XXI empezamos a sentir dejos de añoranza por los cubos de Rubik, ‘Boys of Summer’ de Don Henley y vestir unos “parachute pants”. Bueno, digamos que no de esto último, pero el punto se entiende.

Hoy en día hay una amplia gama de oferta mediática ubicada en la década de la explosión del Challenger. Stranger Things no sólo se ubica en esos años, sino que además explora fórmulas narrativas y arquetipos de personajes que bien pudieran haber sido desarrollados por un Steven Spielberg o un John Hughes. Wet Hot American Summer pasó de ser una comedia fílmica de culto a una peculiar serie televisiva que satiriza las pasiones adolescentes en los campamentos de verano. Y una sucesión de remakes a películas como Total Recall, Robocop y Ghostbusters nos sugieren que las fórmulas de éxito de antaño desean replicar esas taquillas millonarias en la actualidad.

Quizá el impacto que tiene esa década en nuestra psique se debe a que las cosas eran más simples. Mientras sufrimos comprando un iPhone nuevo a sabiendas que un poderoso y nuevo modelo estará a la venta en seis meses, no podemos sino maravillarnos con el proceso ingenuo e intuitivo que permitió desarrollar las primeras computadoras personales en Halt and Catch Fire (AMC). La ambiciosa narrativa de los modernos videojuegos exige invertir horas y horas para ir revelando una historia, mientras que sólo los más experimentados podían extender una partida de Pac-Man más allá de los quince minutos. ¿Tener que cuidar lo que decimos sobre Game of Thrones, por aquello de los spoilers para quien no haya visto el episodio? En la época de Twin Peaks tenías que sentarte frente a la TV a una hora fija, y si no lo hacías… la culpa era enteramente tuya.

Ahora vemos nostalgia ochentera proyectada en lugares insospechados. La tendencia gastronómica a jugar con sabores como los de los Twinkies, los Pop Rocks o el vodka con sabor a chicle bomba no es más que un cortejo descarado a lo que comías en tu niñez, pero presentado de forma que justifique pagar un menú de degustación de 200 dólares. Hay nostalgia ochentera en política, donde una clara explicación al desplome en popularidad de Donald Trump fue el apartarse de los ideales de quien los Republicanos erigen como un auténtico prócer: Ronald Reagan. Y bueno, ¿no es Trump mismo un producto de los 80’s que hemos elevado a una categoría superior, sobre dudosos méritos?

Seamos honestos: los ochentas no tuvieron nada de especial en cuanto a otras épocas, al menos en la versión mediática que estamos consumiendo. Esta se basa esencialmente en cómo se veían los 80 después del surgimiento de MTV, con su estética deslumbrante, sus colores estridentes, sus sonidos sintetizados y su visión de la juventud como un gran mall donde se vendían nuevas identidades. Sing Street, la brillante película irlandesa del director John Carney, nos muestra hilarantemente la fascinación de esa era con lucir diferente, con destacar entre los demás a través de la pauta que dictaban los videos musicales.

Por otro lado, Richard Linklater nos muestra un 1980 que es claramente una reliquia setentera en Everybody Wants Some, un filme donde las redes sociales eran… bueno, un ambiente social auténtico y que se vivía mediante la convivencia presencial. Ver a un tipo hablando horas y horas por un teléfono conectado con un largo cable a la pared es quizá una de las imágenes más entretenidamente sorprendentes dentro de una historia sencilla acerca de pertenecer a algo, así sea tan simple como el equipo de béisbol de la universidad.

¿Entonces eso es el encanto de los 80’s, la simpleza? Creo que sí. Porque no es, digamos, la forma en que la economía se desplomaba con las crisis petroleras. O el espectro del sida diseminando desinformación e intolerancia por todos lados. Y no olvidemos el enorme agujero en la capa de ozono, quizá generado por tanto spray fijador para el pelo. Sin dejar de lado las campañas antidrogas que resultaban más enajenantes que las drogas mismas, o el emblanquecimiento gradual de Michael Jackson, o la enorme decepción de descubrir que una carrera policial no consistía realmente en vestir sacos color pastel y manejar un Lamborghini por las calles iluminadas con neón de un Miami idílico.

Sí, después de todo los 80’s no eran tan fabulosos. ¿O quizá sí? No sé, debo ver otra vez a Stallone y Schwarzenegger pateando traseros en The Expendables antes de tomar una decisión…

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