Los ejecutivos de HBO deben estar frotándose las manos de nervios. El último episodio de su avasalladora serie Game of Thrones, que mostró la espectacular y muy anticipada batalla entre las fuerzas del heroico Jon Snow y el sádico Ramsay Bolton, generó tal anticipación entre la audiencia que incluso saturaron el servicio en línea HBO Now. Más de 15,000 usuarios furiosos lanzaron sus quejas en redes sociales después de fracasar en el intento para conectarse.
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Dejando de lado que las fallas técnicas no deben haber complacido a los ejecutivos de la cadena, el nerviosismo al que me refiero viene de otro lugar. De un lugar mucho más lejano y mítico que la tierra de Westeros, donde se desarrolla gran parte de la trama de esta producción. Estamos hablando de la Tierra de las Series Originales Legendarias.
¿No la conoces? Yo creo que sí. Al menos sabes quienes pueblan ese lugar. Están Mad Men y Breaking Bad, un par de joyas que pusieron a la televisora AMC en el mapa. También deben sonarte conocidas un par de producciones como House of Cards y Orange Is The New Black, propiedad de las innovadoras empresas como Netflix. Y pese a ciertas inconsistencias ocasionales no se puede ignorar la popularidad y el impacto cultural de fenómenos como The Walking Dead, Dexter o The Shield. Todas estas series han dejado huella indeleble en público y críticos, sin duda alguna.
Ah, pero nadie ha aportado más a ese panteón de obras portentosas como HBO. Game of Thrones es el ejemplo más reciente, pero la ambiciosa compañía comenzó rompiendo paradigmas con el crudo drama carcelario Oz a finales de los años 90, y de ahí fue hilvanando una larga procesión de impactantes realizaciones televisivas.
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Antes de que los crueles prisioneros de la penitenciaría de Oswald desaparecieran del aire, la cadena ya tenía preparada la sucesión. The Sopranos se convirtió en un fenómeno gracias a una premisa intrigante (la vida de un mafioso en medio de una crisis de edad madura), un sólido reparto actoral encabezado por el difunto James Gandolfini como el protagonista Tony Soprano, y una artística visión por parte del productor David Chase, empeñado en ofrecer una visión alternativa al género donde no había tanto tiroteo, sino una concepción de la violencia que partía de las motivaciones de sus propios personajes. El terminar la serie con un polémico final abierto a interpretaciones fue sólo una muestra de que la cadena de TV de paga estaba jugando distinto a los demás.
Así fueron sucediéndose los éxitos. Six Feet Under mostró una belleza inusitada en un ambiente que igual mezclaba humor negro que existencialismo profundo, con toques de realismo mágico. También tuvimos el breve placer de presenciar Deadwood, una carísima producción que elevó el género del western a alturas insospechadas a través de una recreación fiel de la vida en la frontera de una nación en pleno desarrollo. Y no se puede olvidar la que es para muchos la serie de TV más perfectamente ensamblada y narrada de la historia: The Wire. Adentrarse en esta especie de drama shakespeariano situado en la decadente urbe de Baltimore es conocer la problemática económico-social de todo un país mediante múltiples vidas que se entrelazan con una perfección que rebasa los confines del medio.
Era lógico, entonces, que Game of Thrones heredara la corona de estas estupendas aportaciones a la televisión moderna. La saga basada en los libros de George R.R. Martin combina intriga política con hechiceros y dragones, y genera tanta anticipación tanto en un duelo de espadas como en una batalla campal entre grandes ejércitos. La gente se reúne para verla, algo que había caído prácticamente en desuso en esta era del “on demand”. Y el atractivo para el público no favorece a uno u otro género: las cifras demográficas muestran que la audiencia tiene un componente de lo más homogéneo.
¿Por qué los nervios, entonces? Simple: porque HBO sabe que la larga cadena de triunfos corre graves riesgos de llegar a su fin una vez que su actual campeón concluya su epopeya. El panorama de las series originales es cada vez más competido, y mientras la empresa solía tener prioridad para elegir y rechazar proyectos (Breaking Bad fue uno de estos últimos casos), ahora están lejos de la hegemonía que podían presumir hace una década. Netflix, AMC, FX, Showtime, Amazon y muchos otros competidores ahora son rivales agresivos, y no los débiles aspirantes que se conformaban con las sobras.
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Tampoco es alentador el hecho de que algunas de las recientes propuestas en el renglón de “dramas épicos” no hayan sido tan exitosas como solían serlo. Boardwalk Empire llegó amparada bajo el pedigrí de Martin Scorsese y un ambiente del EEUU durante la Prohibición fielmente logrado, pero aunque gozó de excelentes críticas y aportó magníficas historias al legado de la compañía, jamás mostró cifras de audiencia que se acercasen a las de Game of Thrones. Y es que es difícil contar por enésima vez la historia de unos corruptos mafiosos en tiempos de Al Capone cuando la gente sólo tiene atención para ver a la rubia Khaleesi Daenerys Targaryen (Emilia Clarke) montada en un dragón y chamuscando a sus enemigos.
Otro proyecto que no logró cautivar al público fue The Leftovers, que ofreció un primer episodio lleno de inquietantes posibilidades y después se dedicó a ofrecer soluciones argumentales incompletas durante su temporada inaugural. La segunda temporada mejoró palpablemente, pero el público no quiso regresar, quizá a sabiendas de que series como Lost (ABC) ya les habían jugado malas pasadas con tramas inconclusas y explicaciones sacadas de la manga.
Hoy en día HBO cifra sus esperanzas en Westworld, basada en la película escrita y dirigida por Michael Crichton en 1973. La historia se sitúa en un parque de diversiones para millonarios donde pueden vivir vidas alternas en diversos ambientes poblados por robots de apariencia humana. La producción cuenta con talento reconocido en ambos lados de la cámara: J.J. Abrams y Jonathan Nolan son sus productores, y las actuaciones de Anthony Hopkins, Ed Harris, Jeffrey Wright, Evan Rachel Wood y Thandie Newton seguro darán de qué hablar.
Pero la pregunta sigue en el aire: ¿Puede una serie descrita por sus creadores como “una oscura odisea sobre los albores de la consciencia artificial y el futuro del pecado” emocionarnos tanto como ver a un gigante bajo una lluvia de flechas derribando la puerta de un castillo? No sé, si yo trabajara en HBO seguramente estaría pasando bastantes horas presa del insomnio.
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